Brasil soñaba con el cielo y terminó en el infierno. Holanda se encargó de hacerle pagar cara su mezquindad, esa que Dunga la consideraba un signo de modernidad futbolística y muchos otros una herejía para el país del famoso y popular jogo bonito que eran su sello distintivo.
Dunga murió con la suya pero su método liquidó a Brasil en esta Copa del Mundo en la que empezaba a erigirse como tantas otras veces como candidato, con un pragmatismo consistente en una férrea zaga y un contragolpe por momentos letal. El libreto le funcionaba a la perfección porque nadie lo había puesto en aprietos.
Hasta que apareció Holanda, que sin ser la famosa Naranja mecánica de los años 70, aquella que cambió el fútbol con su dinámica, le pateó el tablero a Brasil al remontarle el marcador y arrebatarle el control del juego. De ser un equipo timorato, demasiado respetuoso y hasta miedoso, en el primer tiempo, en el que Brasil lo superó y pudo liquidar el pleito, pasó a ser un cuadro entusiasta, seguro de sí mismo, y mucho más ofensivo.
Todo cambió en el momento menos pensado, cuando Holanda aún se parecía mucho a la de la primera parte. Un par de yerros defensivo brasileños animaron a los holandeses, que con dos cabezazos de Sneijder empezarona hacer historia.
Cuando Brasil necesitaba ser el dueño de la pelota y del partido, no tuvo argumentos. Salieron a flote sus falencias como equipo y como plantel, porque el libreto aprendido no era el ideal para ese momento y en el banco no tenía jugadores para que lo ayudasen a encontrar el rumbo perdido. No contaba con los talentosos de otras épocas, todos eran marcadores o delanteros, pero ninguno un generador de juego.
Brasil moría con el método de Dunga. Holanda, agradecida, terminó siendo generosa y perdonando lo que pudo ser una goleada.
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